No se ignora que el célebre intelectual franco argentino Paul Groussac (1848-1929) vivió en Tucumán cerca de doce años, con algunos intervalos, ejerciendo el profesorado, el periodismo y la investigación histórica. Llegó a la ciudad en 1871, a instancias del ministro de Instrucción Pública, Nicolás Avellaneda, con una cátedra en el flamante Colegio Nacional.
Poco tiempo le tomó sentirse cada vez más cómodo en Tucumán. Respiraba aire amistoso, lo cautivaba el paisaje y halló un calor de hogar y de afecto que bien necesitaba. Nunca olvidaría la acogida de su gente, “cordial como una adopción”. Encontró que era moneda corriente “la cariñosa solicitud con que se practicaba la hospitalidad del corazón, ahorrando al recién llegado las horas infinitamente amargas de la soledad entre la multitud y la acomodación penosa al medio ambiente”. Todo eso formaba “un recuerdo grato, que en ningún viajero se borraba jamás”, escribiría.
Poemas y “Ensayo”
De 1874 es su soneto “Tucumán”, dedicado a un nuevo amigo, Delfín Gallo. “¡Tierra de seducción, jardín de amores!/ De tus nevados cerros en la falda/ planté mi tienda un día, y mi guirnalda/ primera hube entre tus bosques bullidores”, decía uno de los cuartetos. Dos años más tarde, en otro soneto, “Al pasar”, consideraba a Tucumán como “el entrevistó hogar, donde el divino/ refugio hallé del alma solitaria”. Y “allí como el pastor de la Escritura/ en la ánfora de un ángel bendecido/ puse el ávido labio enternecido”...
En 1881, se encargará de organizar la “Memoria histórica y descriptiva de Tucumán”, para la Exposición Continental. Al trabajo –que resultará premiado- lo inicia su magistral y pionero “Ensayo histórico sobre el Tucumán”, además de redactar cinco capítulos de lo que será un libro de 774 páginas, editado en 1882. El “Ensayo” lo ha llevado a internarse en los antiguos documentos de la provincia y convertirse así, con todo derecho, en el primer historiador moderno de Tucumán.
Añoranza en París
Se casa en Santiago e instala su hogar en nuestra Escuela Normal, que dirige. Realiza en 1883 su primer viaje a Europa, diecisiete años después de haber llegado a la Argentina. En París, pronto se hace conocido por la gente de letras, gracias a Alphonse Daudet. Pero, escribe desde allí, que “daría cuarenta saludos correctos y cincuenta agudezas de literatos conocidos”, por estar en el Club Social tucumano con amigos; “por estar revolviendo papeles en mi estudio de Tucumán; por poder decir a alguien ¿que hay de nuevo? sin que me contestará un mozo trayéndome Le Figaro”.
En París empieza a escribir una novela, “Fruto vedado”, cuyas páginas iniciales hace leer a Daudet. La terminará publicando en Buenos Aires en 1884. Una parte sustancial de la acción transcurre en Tucumán, a la que llama “provincia azucarera de San José”. La describe con cariño y hasta incluye, bajo un transparente nombre de ficción, algún personaje femenino que conoció.
Adiós a Tucumán
A principios de 1883, lo nombran Inspector de Colegios Nacionales y Escuelas Normales (octubre). Entonces, deja a Tucumán y a su gente, no sin melancolía. Alguna vez, al evocarlos, se preguntará “si después de todo, el sueño ambicioso que me obsesionaba había contenido más sustancia que esa modesta realidad; y sí, después de haber construido otra carrera, en otro teatro, no me encontrara más escéptico de espíritu, más desengañado de vanidades exteriores, más fatigado de la vida, que en aquella hora donde al menos encontré un puesto entre los deberes apacibles del hogar”.
Se asocia con Carlos Pellegrini, Lucio V. López, Delfín Gallo y Roque Sáenz Peña, para armar el diario “Sud América”, del cual es el director. Lo dejará para asumir, en 1885, la dirección de la Biblioteca Nacional.
Transcurre casi una década. En 1894, Groussac intenta otra aventura periodística: la fundación de un diario bilingüe, “Le Courrier Francais”. Al dinero para instalarlo, habrá de proveérselo otro hombre de Tucumán, su compatriota Clodomiro Hileret, propietario de los ingenios Santa Ana y Lules.
Una pregunta
Ese mismo año, regresará por breves días a Tucumán. En el álbum de la Sociedad Sarmiento, asienta una pregunta. Recordaba que mucho tiempo atrás había augurado un venturoso futuro a ese “Tucumán indolente y risueño que deslizaba entonces, entre fiestas y siestas, su tranquila existencia vegetativa”.
El “fácil pronóstico” estaba cumplido. Había fábricas y prosperidad. Pero preguntaba si se había perseguido, con el mismo afán, “el cultivo intelectual y moral, sin cuya eficacia el ser humano se arrastraría en el bajo nivel del apetito satisfecho”. Inquiría sí “fue el desmonte de la ignorancia tan enérgico como el de los montes vírgenes”, y sí “la ilustración creciente y la moralidad” eran, en el Tucumán enriquecido, “hijas del bienestar material”.
Revista femenina
Cuando un grupo de niñas de Tucumán le envía la revista “Caridad” redactada por ellas, publica un comentario en “Le Courrier”. Deplora que lean “tantos diarios malos y tan pocos libros buenos”: recomendaba frecuentar algo de Madame de Sevigné.
“Caridad” lo llevaba bastante más atrás en el tiempo. Alguna de las redactoras estuvo en los brazos, alla en el Tucumán de los setenta, y recordaba haber bailado en el bautismo de otra. Asistió a la boda de la madre de una, “cuando la novia ruborizada y feliz posaba el pie sobre el suelo de una felicidad que creyó eterna, del brazo de su elegido. El novio ya está muerto, la novia ya está muerta, y el rayo de amor ha cuajado en este ser encantador, que va a recomenzar el sueño de su madre, y recorrerá a su vez el camino único bordeado de tumbas … ¿Es verdad que soy suficientemente viejo como para asistir ya al alzarse de otra cosecha humana?”. La hojita de las tucumanas había hecho a su alma volver sobre el pasado, “como el estandarte de seda del soldado que marcha contra el viento”.
El joven Terán
En julio de 1899, el joven Juan B. Terán, estudiante de Derecho, llega hasta su escritorio de la Biblioteca Nacional. Venía, narrará Terán, “invocando la ciudadanía de francés tucumanizado” del director, con “un manuscrito en el bolsillo y una emoción no disimulable en el pecho”. Mucho después, contaría que Groussac lo acogió “con afabilidad sin muchas palabras” y que le recomendó dos cosas. “No publique su manuscrito y no se arrepentirá”, fue su primer consejo. “En cuanto a sus estudios -y era el segundo- no falte un solo día a clase, aunque sus profesores eran mediocres. Saber que debe hacerse todos los días una tarea, es lección más fecunda que las ideas de los maestros”.
A propuesta del gobernador Ernesto Padilla, en 1916, la Comisión Nacional del Centenario quiere encargarle un libro sobre el Congreso de Tucumán. Alguien desliza el reparo de que el autor propuesto es francés.
Un rechazo
Groussac rechaza el encargo. Dice a la Comisión que nota, por lo angustioso del plazo, que lo que se quiere no es un estudio histórico profundo sino un escrito de circunstancias. Y para hacerlo, dice, “sin reservas ni matices, padezco, en efecto, el vicio inveterado, que hoy más que nunca reivindico como una gloria, de ser francés”.
Si muchos se habían molestado, años atrás, por su crítica a la obra de Juan Bautista Alberdi, se preguntaba ¿qué efecto tendría entonces una apreciación, aunque benévola, “poco entusiasta”, de “aquellos congresales animados de excelentes intenciones, incluso los artiguistas, pero al fin medianos, y los más altos de ellos, como Passo y Serrano, intelectualmente muy inferiores a Alberdi?”. La hora de las apoteosis no era la de la crítica, y “para retratar a los hombres, conviene dejar que se disipen las nubes del incienso oficial”, expresaba.
La Normal
Ese año 1916, el maestro cumplía medio siglo de vida Argentina. Si no había podido escribir aquel libro para la Comisión, de todas maneras edita el pequeño tomo “El Congreso de Tucumán”, con una dedicatoria a Nicolás Avellaneda, Delfín Gallo, Manuel Terán y Sisto Terán, “mis primeros amigos tucumanos”. Autoriza también al gobernador Ernesto Padilla a que imprima ese texto, magistral en el fondo y en la forma, en un folleto oficial.
Poco después, la Escuela Normal de Tucumán celebra, con profusión de actos, su medio siglo de vida. Groussac la ha inaugurado en 1875 y la ha dirigido desde 1878 hasta 1883. Invitado al festejo, lamenta, en telegrama, que su mala salud le impida viajar. “Creo –dice a la directora- que la obra realizada allí ha sido buena. Por mi parte, debo considerarla no sólo bajo su faz altruista, sino también bajo la mía propia, pues aquel período de mi juventud ha completado mi formación por el estudio solitario, y el maestro joven se tuvo allí, asimismo, como primer discipulo”.
Quería volver
Se cartea largamente con su ex discípulo José R. Fierro, cuyo afecto lo conmueve. Las profesoras Verónica Estevez y Sara Amenta han publicado recientemente buena parte de esa correspondencia. En una carta, Groussac decía que hubiera querido viajar a Tucumán: “volver a reconocer siquiera el paisaje donde retocé por entonces, ya que de aquella época ni las casas quedan en pie. Pero decididamente tengo que renunciar a toda esperanza de recobrar la vista, aunque fuera sólo lo suficiente para reconocer los sitios pintorescos que me eran familiares y que describí alguna vez”. Terminaba con un pedido. “No deje de hablar de mí a los poquísimos amigos viejos que todavía existen”.
Poco después, la UNT coloca una placa en la calle las Heras (hoy San Martín), al 300, vereda del sur. Dice: “En este sitio vivió (1871-1878) Paul Groussac, maestro, artista, ejemplo de cultura”
Un homenaje
En la ceremonia, hablan el rector Juan B. Terán y el escritor Pablo Rojas Paz. Enternecido, Groussac agradece días después. Admira “el espléndido marco tucumano en que ha querido usted encuadrar el perfil rejuvenecido, vale decir embellecido, del que fue en sus mocedades tucumano de adopción y nunca perdió su avecindamiento. Apenas exagero al decir que ayer, bajo el prestigio de la simpática evocación, parecíale al anciano que del corazón octogenario brotara, como chispa fugaz de apagado rescoldo, algo de las emociones que son a la par delicia y tormento de la inquieta juventud. Aquella tierra bendecida fue en verdad, como lo dije alguna vez, la de mi segundo noviciado argentino: allí estudié, allí luché, allí amé. Por eso ninguna glorificación, si tal puede llamarse, podría serme más grata que la actual, pronunciada allí y por boca del talentoso universitario, que con su antiguo apellido y altas prendas personales suscita el recuerdo de mis primeros y mejores amigos tucumanos”.
Groussac murió en Buenos Aires el 27 de junio de 1929. Su amigo Jorge Lavalle Cobo testimonia que, “poco antes de terminar sus días”, le recordaba uno de sus sonetos: el titulado “Tucumán”.